sábado, 16 de mayo de 2009

VIAJE AL CENTRO DE MÍ MISMO


Tras las ventanas de mi cuerpo hay un niño que observa, despierto, el mundo que lo envuelve, sus ojos tejidos de cielo, de hierba y de tierra húmeda. Lo veo cada mañana, menos cuando su mirada se vuelve gris por la lluvia; lo siento cada día, mientras deshoja un calendario de no sabe cuantas páginas, da cuerda a un reloj que pierde arena por mil agujeros y compone el cuadro de su ropa, cuidado de no calzar los calcetines del revés para andar el día del derecho. Nunca soñó con ser Peter Pan, porque no se negó a crecer, sino a entender mil enigmas sin razón.


A veces oigo su trajinar, arrastrando ese baúl donde hace mucho guardó sus ilusiones: una espada de madera, un caballo de trapo, la promesa de una princesa soñada. Ahora, pedazos de historia son sus tesoros, enganchando en un libro en blanco las instantáneas que roba al mundo en su continuo caminar. El niño mudó a aprendiz, el aprendiz a caballero, y el caballero a trovador peregrino que mata los días recorriendo caminos con su atillo, en donde amontona decenas de “nunca más” que siempre acabaron por convertirse en “quizás esta vez”. El polvo cubre sus pies, pero nunca sus rodillas.

Dentro de mí hay un niño que imagina cuentos de princesas en las que ya no cree, de dragones a los que ya no encuentra, de batallas que ya no gana. Hilvana sueños que nunca tendrá, para recrear un mundo en el que nunca vivió. Quizás un día los pinte en papel... quizás, porque en el fondo ¿Quién creería la realidad?... que el tiempo se detuvo tras un primer beso, que el alma se dividió con cada nacimiento, que la felicidad se refleja en unos ojos, en una sonrisa, en una caricia. Que quiere morir ahogado en una mirada, e irse tal y como vivió: con su espada de madera, su caballo de trapo y una princesa soñada.