miércoles, 5 de agosto de 2009

EN LA BOCA DEL LOBO ESTÁ CAPERUCITA (parte 1)


Sólo fueron un par de segundos, pero a Carlos le parecieron una eternidad. Su mirada volvió a quedarse clavada en los ojos de Marta, de un azul profundo, salpicados ahora de reflejos anaranjados debido a la luz de las velas. Vistos así, desde arriba, en penumbra, ambos rostros a medio palmo de distancia y dándose un respiro después del último beso, esas dos lagunas brillantes le parecieron ventanas hacia un mundo en el que perderse… si no empezaba ya a estar perdido. Volvió a tomar noción del tiempo cuando la mirada de Marta se desvió hacia su boca, entreabierta la suya desafiante, y con ambas manos recorría la espalda de Carlos casi sin tocarla.


- Me gusta cómo me miras –dijo Marta en un susurro.

- Quizás es porque me gusta mirarte –respondió, tratando de contener las ganas de volver a deslizar su lengua por aquellos labios tentadores, que tan sólo unos segundos antes se abrazaban a los suyos-. Los ojos no saben mentir.

Marta buscó la mano de Carlos y, entrelazando sus dedos en los de él, le hizo girar hasta que ambos quedaron de costado: él con la cabeza apoyada en la almohada, y ella en su mano libre. Ahora era Marta quien lo miraba desde una posición más elevada y, aunque Carlos lamentó por un instante no sentir el calor de su piel bajo la presión de su cuerpo, la nueva situación le permitía contemplar mejor el cuerpo desnudo de ella. Su piel clara, totalmente libre de maquillaje en el rostro –No lo necesito ¿no crees? le había dicho ella antes- adquiría diferentes tonalidades de luz y sombra a medida que la vista recorría el camino hacia los pies: luces en las zonas más visibles y desafiantes, sombras en los pliegues más tentadores y que Carlos ya había recorrido, uno a uno, sin prisa, en un viaje juntos hacia el paraíso en la tierra.

- No todo el mundo mira a los ojos cuando hace el amor –dijo ella-. Algunos ni siquiera saben de qué color los tengo.

- Ellos se lo pierden… ¿algunos?

Carlos se incorporó a medias, simulando un repentino ataque de celos. A ella pareció resultarle divertido, porque no pudo disimular una sonrisa maliciosa. ¿Celos? Tan sólo hacía unas horas que se conocían… bueno, que conocían su forma de expresar, reír, mirar, porque su voz y su forma de escribir ya les era familiar. La recién estrenada relación física era resultado, podría llamarse así, de una historia moderna: un encuentro casual en un chat, el descubrimiento de unas aficiones comunes, el encendido de una luz verde en el cerebro indicando “conexión establecida”. Sí, conectar, la palabra de moda, pensó Carlos, podía describir bastante bien lo que habían hecho desde el primer momento. Luego, todo pareció ser consecuencia del mismo fogonazo inicial. Tras los primeros y mal disimulados encuentros “casuales” en la red, vinieron los correos cargados de buenos deseos para el fin de semana, de canciones para poner sonido a la amistad, fotos para pintar colores a las palabras, rostro a las sensaciones. Un día el cartero virtual trajo nueve dígitos, y los monótonos ¡clic! del teclado dejaron paso al intercambio de sinuosas ondas, cabalgadas por confidencias nocturnas al filo de la media noche. Tan solo una semana atrás había abierto un mensaje y había leído una dirección, un día, una hora, y su pequeño mundo compartido, tras unos minutos de anhelado descubrimiento visual, se acabó llenando de cómplices susurros. Curiosa relación -le había dicho Marta tras el primer beso-: cuanto más entras en una persona, más tenues se vuelven las palabras.

- ¿Cuántos hombres ha habido… o hay en tu vida? –rectificó rápidamente, dudando intencionadamente del tiempo verbal correcto.

- Algunos. Hay cosas que no se aprenden en los libros, chico listo.

Marta utilizó el apelativo con el que lo bautizara el día que se enteró de su forma de ganarse la vida: profesor de universidad.

- ¿Y qué enseñas? -le había preguntado ella.

- A ver el universo desde abajo –le respondió él-. Soy astrónomo.

- Vaya,… ¿y nunca miras nada desde arriba? –le preguntó ella con picardía.

- Sólo cuando cae una estrella del cielo,… como tú.

- A mi aun no me has visto, chico listo –lo corrigió Marta, divertida.

- Te equivocas –la riñó él-, te he soñado cada noche.

Ahora ya no era un sueño. Estaban los dos allí, compartiendo un espacio y un tiempo, cómplices en la creación de una nueva dimensión en sus vidas. Desde hacía unas horas podía tocarla, reseguir despacio el contorno de su cara, ordenar los rebeldes mechones de su rubia y ondulada cabellera, acariciar la suave piel de su cuerpo,… Carlos no había dejado de hacerlo desde que entraron en el apartamento, intensificando las caricias después de desnudarse mutuamente tras dejarse conducir, entre besos, abrazos y risas amortiguadas, a una habitación decorada en tonos rojizos del piso superior, y que ella llenó rápidamente de puntos luminosos encendiendo una batería de pequeñas velas aromáticas.

- Vamos a hacer el amor entre las estrellas –le había susurrado ella al oído-, así no tendrás que mirar hacia arriba. Quiero que me mires sólo a mí.

Y Carlos, por primera y única vez en su vida, hizo el amor rodeado de estrellas, notando la brisa del aliento de Marta con cada gemido, sintiendo su pecho oscilar con cada latido, oliendo el perfume de su piel con cada temblor.

- Soy yo la que debería estar celosa –dijo Marta dibujando un mohín burlón, mientras acercaba su rostro al de Carlos hasta casi rozarle-. Le recuerdo, señor profesor, que es usted el que se pasa el día mirando otras estrellas.

- No es lo que parece –le siguió el juego Carlos, intentando simular un tono que sonase a arrepentimiento-. Sabes que las otras no representan nada para mí, y…

Marta no le dejó acabar la frase. Se abalanzó sobre él y le selló la boca con un profundo beso. Las manos de ella empezaron a buscarle otra vez, como si se acabaran de descubrir desnudos y nada hubiera pasado hasta ahora. Carlos cerró los ojos y se dejó llevar, hasta que notó que la presión de ella cesaba de golpe. Al abrir los ojos la vio encima de él en actitud expectante… y entonces él también oyó las voces que venían del piso de abajo.

(...)