domingo, 15 de mayo de 2011

APUNTE DEL CAPÍTULO 3




¿Quieres que te cuente un cuento?...

Cierto día se presentó un caso ante la justicia del Rey. Un noble exigía prisión para un comerciante, acusándolo de embaucar a su hijo y heredero al título a fin de conseguir un matrimonio ventajoso para su hija. Por supuesto el comerciante lo negaba, argumentando que quizás fuera el noble quien quisiera casar a su hijo a fin de apropiarse de su fortuna, obtenida a base de esfuerzo, sabios negocios y duro trabajo. Como cabe imaginar en un reino de sangre azul, cualquier otro color que no sea el rojo del vulgo tiene ciertos privilegios, así que la balanza claramente se inclinaba del lado del demandante. Pero en estas que un viejo y sabio consejero del rey, a fin de dar una oportunidad a uno de sus discípulos en un caso tan claro, propuso que fuera éste quien interrogara a los litigantes.


El joven, demasiado quizás para entender ciertas razones de estado, o influenciado por la ingenuidad con que la poca experiencia nos pinta a veces, propuso escuchar antes lo que la pareja de supuestos enamorados tenía que decir al respecto. No hay que decir que eso dejó a los presentes perplejos, desde el Rey al último de los sirvientes que allí se congregaba, más, por indicación del sabio consejero, se condujo a presencia del tribunal a la joven pareja.

Ambos permanecieron callados, cabizbajos y lanzándose furtivas miradas de desespero, sabiendo que cualquier declaración que pudieran hacer perjudicaría bien a su familia, bien a su amado, pues, aunque la sombra de la duda se había instalado en sus corazones, aun se negaban a creer en la falsedad del otro. Esta actitud no pasó desapercibida a los ojos del consejero quien, para salir del trance y no dejar a su discípulo en ridículo, propuso lo siguiente.

- Ya que se niegan a hablar, los dos jóvenes permanezcan en prisión una semana. Sin embargo, y a fin de demostrar sus sentimientos hacia el otro, antes dirán en secreto a sus familias aquello que regalarían a su amado, a fin de demostrar la sinceridad de su amor por el otro.

Y añadió:

- ... y a fin de que sus familias demuestren que no les mueve un motivo económico, tendrán que conseguir aquello que sus hijos hayan propuesto como regalo, sea lo que sea. Dentro de una semana este tribunal se volverá a reunir para dictar sentencia definitiva.

Ni que decir tiene que lo que escucharon los presentes no dejó contento a nadie, seguros como estaban ambas partes de sus razones, pero al menos, visto el desarrollo de la sesión, se sintieron aliviados de no haber recibido una sentencia desfavorable.

Y en siete días volvió la escena a su punto de partida. Aunque los jóvenes mostraban claras señales del efecto del corto, aunque desagradable, cautiverio su actitud cabizbaja no había cambiado.

Tocó primero el turno a la familia de la joven. Su padre, con actitud visiblemente triste y sin dejar de lanzar miradas de reproche a su hija, depositó lentamente ante el tribunal un bulto rectangular envuelto en una rica tela de seda adornada con bellos dibujos, y atado con una cinta de oro. Por contra, el padre del joven depositó solemnemente un bello reloj de arena, construido con madera de ébano repleta de incrustaciones de perlas y piedras preciosas. El Rey, intrigado como el resto de los presentes, dijo:

- Que cada joven muestre públicamente el regalo que ha escogido.

Se adelantó la hija del mercader y, tras desenvolver cuidadosamente el bulto, mostró un libro encuadernado en un sencillo cuero negro. No había nada escrito en la cubierta y, para asombro de todos, al abrirlo todos pudieron ver que las páginas estaban en blanco.
- Éste es mi regalo –dijo la joven con voz temblorosa, mirando tímidamente al joven noble-, lo que más he deseado regalarte, un libro en blanco para escribir cada página, cada instante de nuestra vida juntos.

Y mirando directamente a su padre, que había acentuado su aire de derrota, añadió con tono cálido:

- Mi padre, en su afán por contentarme, ha envuelto mi regalo con un rico envoltorio... pero no hacía falta embellecerlo... aunque no todas las páginas se escriban con buena letra, el corazón siempre podrá leerlas.

Por un momento se hizo el silencio. Los ojos de los presentes se volvieron por un instante hacia aquel sencillo libro... para pasar seguidamente al reloj ricamente adornado. El padre del joven noble no podía disimular su aire de triunfo: un libro en blanco a cambio del regalo digno de un rey. A su parecer, quedaba claro que su hijo valoraba en mucho más a la joven.

Poco a poco las miradas se fueron concentrando en el joven. Era su turno. Su mirada fija en el objeto que la hija del mercader sostenía entre sus manos, pero como si su mente estuviera lejos de allí. Tras un ligero titubeo pareció volver en si, se adelantó con paso firme hasta coger el reloj entre sus manos y, mirándolo fijamente, dijo:

- Esto es lo que pedí a mi padre, el regalo digno de una reina, algo digno de mi familia, de mi condición. Algo que no avergonzase a mis antepasados y que demostrase a todos el valor de la cuna en la que me crié...

El padre del joven se iba irguiendo con cada frase, al igual que todos los nobles presentes. En un momento, el hechizo que ejerció el libro se desvaneció ante la llamada de la sangre, de la tradición, de la historia... De pronto, el joven noble dio dos pasos hacia la joven y sin apartar los ojos de ella dijo:

- Sin embargo, al igual que tus padres, los míos también han envuelto mi regalo a fin de embellecerlo... -y con fuerza estrelló el reloj contra el suelo.

Pedazos de madera, piedras y perlas rodaron por tierra ante el estupor de los presentes. Sin inmutarse por los murmullos de la sala, el joven se agachó, recogió un puñado de arena del suelo, lo contempló un momento y dijo mientras se erguía lentamente, volviendo a fijar los ojos en su amada.

- Este es mi regalo, un puñado de arena. No sé cuantos granos quedan, pero cada uno simboliza un momento para compartir, un minuto para soñar... el resto de mi vida para dedicarte y escribir juntos cada página del libro de nuestra historia.

A nadie le quedó ya duda sobre la sinceridad de los jóvenes, así que, tras un momento de deliberación entre el Rey y sus consejeros, la sentencia quedó dictada: los jóvenes enamorados quedarían en libertad, los padres ingresarían una semana en prisión para así vivir en sus propias carnes lo que tuvieron que pasar sus hijos, y el “envoltorio” de los regalos pasaría a la arcas del Estado como pago de las costas del proceso.

Y todos quedaron contentos. A los ojos de los ciudadanos del reino el Rey apareció como justo, el viejo consejero como sabio, y su joven discípulo... bueno, eso ya es otra historia.

¿Me dejarás que te la cuente otro día?

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